El libro deprimido

Este no es un cuento normal. En absoluto. Eso por descontado. Ni que decirlo. ¡Basta ya! No conviene acelerar los acontecimientos pequeño libro charlatán. Como no te calles te voy a meter la página uno donde está la doscientos sesenta y tres y la doscientos sesenta y tres donde está la uno y no veas el follón que te vas a armar, acabarás contando el desenlace antes de empezar y serás realmente aburrido. ¿Me has entendido? Más te vale.

Bueno, comencemos. Esta no es la historia de un libro mágico o convencional, es, la de un libro sentimental, pero no en el sentido de contar cursilerías para enamorados y cosas así. Es sentimental, o mejor, más bien sensible porque siente y padece como los humanos y le duele o alegra lo que puedan hacerle. El libro en cuestión se llama Luigi. Es un libro de color más o menos blanco y del tamaño de medio folio y por supuesto de doscientas sesenta y tres páginas. En ellas conviven cuentos medievales y clásicos con otros un poco más modernos, escritos en una letra que la verdad invita a leerlos. Su cubierta es de color azul oscuro un poco más claro en el centro donde se abren dos pequeñas ventanitas que son sus ojos de color marrón como la tierra.

Un poco más abajo tiene como un pequeño buzón donde perfectamente se podrían echar los envíos urgentes al país de los libros y que es la boca de nuestro protagonista. Nuestro libro también tiene dos pequeñas piernas para subirse por las estanterías cuando el bibliotecario se lo deja olvidado en cualquier sitio y Luigi se ve en la arriesgada que no emocionante tarea de trepar por las filas de libros hasta llegar a su casita que está justo al lado del cuento de “Caperucita Roja” y enfrente del de “La casita de chocolate”. Además dispone de dos pequeñas manos con diez pequeños pero gruesos dedos que, de vez en cuando, sirven para pellizcarle la nariz al lector que se queda dormido o muestra algún síntoma de aburrimiento. 

La historia de nuestro buen amigo comenzó un día lluvioso, triste y gris de diciembre. Ya era casi la hora de cerrar la biblioteca y nadie, ni siquiera un niño de pocos años que solía mirarle sólo los dibujos lo había abierto. Nadie. La Navidad se acercaba y los niños (y no tan niños) no hacían nada más que hablar sobre los nuevos libros que se regalarían. Mientras que allí, solo, estaba el pobre Luigi que no era tan anciano como los jeroglíficos egipcios ni tan joven como el alfabeto SMS. Además, para colmo, una niña de trenzas morenas y ojos saltones que mordía una piruleta se había llevado a Caperu (que así se llamaba el libro de Caperucita), así que su libro-vecina dormiría calentita en otra casa. Por si fuera poco La casita de chocolate tampoco estaba.

-Vaya chasco-pensó Luigi-.
-¿Y ahora qué hago yo?-se preguntaba tristemente-.
Finalmente optó por ir a ver qué hacían los diccionarios de inglés y los atlas pero como a los primeros no los entendía y los segundos no se situaban decidió volver a sus sitio no sin antes saludar a sus amigas las revistas y a sus amigos los documentales. Pero Luigi se encontraba muy triste porque nadie se acercaba ni siquiera a mirarlo. El bibliotecario acababa de recoger sus bártulos y nadie quedaba en la sala. ¿Nadie? Bueno sí, los libros, pero eso el bibliotecario viejo y gruñón no lo sabía, así que apagó la luz y se fue. Mientras, Luigi reflexionaba en su puesto: el 2519 A/ Sección C. Pensaba y pensaba sobre el cruel destino que le esperaba si la gente no leía más, y no sólo a él, no, ese no era el problema sino que de unos años a este tiempo, la gente leía menos e incluso Luigi se reía cuando Caperu le contaba la cara de susto que ponían los niños cuando su madre les leía el pasaje que hablaba del lobo. ¡Qué tiempos aquellos! 

Como los libros no duermen nunca, nuestro amigo se aburría mucho. No sabía si hacerles una visita a los libros de manualidades o irse a tomar un refresco de celulosa líquida con unas gotitas de tinta y colorante al “Libro Pub”. Al final se fue al “Libro Pub” que quedaba al lado del chalet de su libro Petete, a tomarse ese refresco que le pedía el cuerpo. En el bar, en lugar de taburetes había atriles (sólo se usaban si al libro se le había subido la tinta a la cabeza, es decir, bueno, ya me entendéis). Para los libros que no le habían dado a la tinta había sofás ajustables. Cuando Luigi entró, saludó a todos sus amigos y pidió un corto de celulosa líquida con unas gotitas de tinta de bolígrafo Bic verde (el rojo y el azul le sientan fatal) y una tapa de hoja reciclada con faltas de ortografía. Sí, las faltas de ortografía se las comen los libros y así ayudan a erradicar la ignorancia del mundo. Después de que Luigi se metiera todo esto entre pecho y espalda (la celulosa empalaga mucho) se fue a casa de Petete más solo y aburrido si cabe. Llamó al timbre y Petete le abrió con una amplia sonrisa:

-¿Cómo tú por aquí Luigi?
-Ya ves, me he pasado por el “Libro Pub”y he decidido venir a verte.-contestó Luigi-. -Muy bien, pasa.-le dijo amablemente Petete-.
Los dos amigos se sentaron y estuvieron hablando largo y tendido. Al final Petete le dijo a Luigi:
-Amigo Luigi. Nadie puede evitar esto que nos está sucediendo. La sociedad ha cambiado, la gente ha cambiado, incluso los niños han cambiado, ya no leen libros, sino que juegan a los ordenadores, nuestros enemigos naturales. Después de esta lección de moral literaria de Petete, Luigi se marcho deprimidísimo por lo que al día siguiente decidió ir al psicólogo literario para que le diese alguna solución a su problema, al que desgraciadamente no le encontraba una.

Al día siguiente tuvo que atravesar media biblioteca para llegar a Psico(el libro de psicología). Una vez en su consulta le contó su irresoluble problema y Psico le diagnosticó una carencia afectiva producida por la falta de lectores. Como solución le dio la de “al mal tiempo, buena cara”, es decir, en lugar de poner esa cara de “cógeme,

cógeme, no aguanto más cógeme”, debería poner la de “soy un libro, estoy orgulloso de ello, cuento historias fabulosas, ¿a qué no me puedes decir que no?”. A partir de ese día Luigi comprendió que si ponía una sonrisa de oreja a oreja y mostraba alegría, tal y como le había dicho Psico su problema encontraría solución. Así que, empezó a tomar medidas:

1.- Cepillarse los dientes cada mañana.
2.- Sonrisa de princesita de cuento.
3.- No muestres que estás desesperado(es que lo estoy).
4.- Ejercicio físico. Entrenador personal: Terminator(libro de Educación Física)(¿No podía ser otro?).
5.- Clases de Inglés(para hacer buenas migas con los diccionarios).
6.- Reducir el consumo de celulosa y tinta verde. (¿QUÉ?!).
7.- Echarse novia. (¿Qué es eso?).

La verdad es que esta lista que se había hecho él mismo era muy exigente, pero con un poco de suerte lo conseguiría. De momento su sonrisa de princesita de cuento estaba garantizada y todos los libros le preguntaban el nombre de su dentista(no había ido a ninguno) y él con sorna les decía:

-Sí, he ido al primo del doctor Frankestein.
Nos ha salido bromista el librito. Lo de la desesperación fue un poquito más difícil. Era un poco complicado no mostrarse desesperado cuando alguien lo insultaba, o cuando algún niño repelente y consentido se reía y decía con su lengua viperina: -Mira mamá, eze libro ez muy viejo, eztá zucio y parece muy aburrido, ¿a que zí mami?.
A lo que la madre, o sea, la culebra madre respondía:
-Zí hijo, ez verdaderamente azquerozo.

Eso era un mal trago, sí señor, un muy mal trago para Luigi. El punto cuatro lo cumplía a duras penas ya que Terminator se creía un sargento y pensaba que Luigi era su soldadito de plomo, pero aún así, Luigi aprendió mucho y se puso en forma. Lo del inglés se le daba bastante bien y cuando acabó su estudio recibió el título de inglés para cuentos y prometió que aprendería muchos más idiomas. Respecto a su adicción a la celulosa y a la tinta verde, logró superarlo no sin antes someterse a un arduo programa de desintoxicación en celulosos-anónimos. 

Ahora ya sólo tomaba libro-cola sin cafeína. El tema de la novia era un poco más espinoso, aunque no le quitaba el sueño. Ahora Luigi era otro y una vez que Petete le explicó qué era eso de “novia”, Luigi comprendió que la futura madre de sus libritos estaba mucho más cerca de lo que creía. Era el libro que ocupaba el lugar 2520 A/ Sección C, o sea, Caperu. Al final Caperu y Luigi se casaron en la Iglesia de Nuestra Señora del Buen Libro e invitaron a toda la biblioteca en pleno. Tuvieron un hijo y una hija: la hija se llamó Caperu en Manhattan(Caperu por su madre y Manhattan por el inglés del padre) y el hijo se llamó Petetito en honor a Petete, su amigo. Tanto la vida de Luigi como la de Caperu cambió un poco: Luigi se hizo cocinero de comida italiana y abrió su propio restaurante mientras que Caperu trabajaba en una ONG de ayuda a los libros del Tercer Mundo. Ambos también pertenecían a una asociación que defendía los libros y fomentaba su lectura. Gracias a su labor se salvaron de acabar cubiertos de polvo, en un rincón o en un contenedor de papel para reciclar(honroso y útil, pero triste), miles de libros.

Así se acaba la historia de un libro con fundamento, todo lo demás, son cuentos.

Nerea, 33 años.

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